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Día de los Muertos, ¿Agonizan las instituciones norteamericanas?

Solía haber una gran diferencia entre la vida política de América Latina y la de los Estados Unidos.

El río Grande era la frontera que separaba, al norte, una tierra de instituciones sólidas y efectivas y, al sur, una región turbulenta donde el discurso público era beligerante, los partidos políticos eran incapaces de llegar a acuerdos en temas clave para el Estado y las instituciones eran una fuente de incontables sospechas.

Hoy, parece que Estados Unidos se ha contagiado.

La campaña electoral norteamericana, que para alegría de muchos está llegando a su fin, ha sido descarnada durante sus mejores momentos y repugnante durante el resto.

En el último año y medio, desde que comenzaron las primarias, se ha hablado del pene de Donald Trump y del rostro de Carly Fiorina; de las vaginas de las mujeres en general y de su disposición a ser manoseadas; y de la supuesta propensión de los “bad hombres” mexicanos a la delincuencia y de los refugiados sirios a los ataques terroristas.

Y todo eso, en los momentos más “livianos” de la campaña. En los momentos más preocupantes, se ha sugerido que Trump no pagó impuestos durante 10 años y está siendo asistido en su campaña por los servicios de inteligencia rusos; y que Hillary Clinton está obstruyendo una investigación del FBI en su contra y ha preparado un fraude masivo para ganar las elecciones.

Trump, en particular, ha sido el motor de gran parte de la descomposición del discurso público. Con su lenguaje políticamente incorrecto y en muchas ocasiones convenientemente vago, ha sugerido que sus seguidores amantes de la segunda enmienda (que establece el derecho a portar armas) podrían “detener” a Clinton. En las últimas semanas de la campaña, además, ha redoblado su apuesta y dice que solo aceptará el resultado de las elecciones si él gana.

Pero sería equivocado culpar a Trump de la disfunción de la vida política del país. Su candidatura no sería posible sin un terreno fértil en el que sembrar una retórica nacionalista y populista. Este fenómeno es algo que excede a esta campaña.

Estados Unidos está atravesando una profunda crisis institucional. El discurso público grosero, la falta de credibilidad de las instituciones (la prensa, las empresas, el sistema electoral) y la incapacidad de Republicanos y Demócratas de colaborar en el congreso desde hace años mantienen paralizadas, entre otras cosas, la inversión en infraestructura, la discusión acerca de cómo revertir el declive de la clase media y el rol del estado en temas clave como investigación y desarrollo en ciencia y tecnología.

Podría pensarse que esta convulsión social no tiene precedentes en este país, que durante muchos años fue la envidia institucional de gran parte del mundo. Sin embargo, la situación actual tiene paralelismos con los años 60, una década de fuertes cuestionamientos del orden social, no solo en los Estados Unidos sino en gran parte de occidente. De hecho, durante esos años la vida pública norteamericana llegó a extremos mucho peores que los actuales: todos recordamos que los 60 culminaron con una serie de asesinatos políticos y la renuncia de un presidente.

La pregunta en este momento es si los Estados Unidos se enfrentan hoy a una coyuntura similar. Estamos, como en los 60, en un momento histórico de cambios profundos a nivel global propiciados por avances exponenciales en la tecnología que han abierto extraordinarias oportunidades para algunos y están condenando a otros a la obsolescencia.

Hoy, gran parte de la base de apoyo de Trump está conformada por ciudadanos que antes llevaban una vida de clase media con trabajos que no requerían un alto nivel de educación y ahora han sido desplazados por la globalización y la tecnología. A eso se agrega un cambio demográfico sin precedentes que está poniendo a quienes solían ser mayoría (los blancos anglosajones) en la incómoda situación de imaginarse como minoría en un futuro cercano.

Los medios sociales han hecho además que podamos hacer escuchar nuestras voces mucho más alto y mucho más lejos de lo que jamás imaginaron los estudiantes de mayo del 68 o los manifestantes que fueron parte del movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos.

De la angustia de esta población que siente que está siendo desplazada, y de su capacidad para alzar la voz, ha surgido una idea que ronda la campaña del candidato Republicano como una leyenda urbana: si Trump pierde habrá una “revolución popular”.

En realidad, hoy en Estados Unidos es difícil pensar en un escenario en el que millones de personas se vuelquen a las calles en actos de desobediencia civil como sucedió durante los años 60, o como ocurre, a menudo, en países del mundo en desarrollo. Pero lo que no es difícil de ver es que, cualquiera sea el candidato que gane, al país le esperan años difíciles, con una gobernabilidad trabada y, quizás, hasta con algunas sorpresas sumamente desagradables.

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